Colaboración de Isabel Martín Sánchez: Llegó a la orilla para contemplar el mar, puesta la vista en el horizonte y el corazón latiendo con fuerza. Sus pies se hundían en la arena mojada. Se sentó donde vienen a morir las olas y dejó que fueran sus pensamientos quienes la mecieran al ritmo de la marea, al son de la vida. Allí, el romper del agua sobre su regazo, le hacía sentir viva, tan viva como el mar avanzando lentamente en su camino a la pleamar. La mirada perdida en el horizonte, los ojos inundados de amargura con sabor a sal, vertiendo su tristeza sobre un cuerpo empapado en espuma de marejada. Se sintió pequeña ante aquella inmensidad. No podía detener el avance de ese inexorable devenir de la marea, que bajo el influjo mágico de la luna; a la luz del sol o bajo el brillo de las estrellas, seguía incansable su camino. No, no podía evitar ese avance, ni la actitud impasible, indolente e intolerable que la envolvía como una espesa niebla que le impedía pensar con